En las últimas semanas, especialmente en estos últimos días, se ha puesto en el tapete el asunto del racismo, tanto respecto de algunos jugadores de fútbol como referido a grupos musicales como el de Corazón Serrano. Más allá de definiciones etimológicas, la clave –y lo tremendo– del racismo es que consiste en despreciar. El término […]
Por Genara Castillo. 05 marzo, 2014.En las últimas semanas, especialmente en estos últimos días, se ha puesto en el tapete el asunto del racismo, tanto respecto de algunos jugadores de fútbol como referido a grupos musicales como el de Corazón Serrano.
Más allá de definiciones etimológicas, la clave –y lo tremendo– del racismo es que consiste en despreciar. El término lleva a considerar que existen razas o grupos humanos que son superiores a otros. Es una idea y un sentimiento que no siempre se expresan con palabras sino generalmente con los hechos.
Y en el Perú, tal como somos los peruanos (por nuestra idiosincrasia y hasta por nuestro biotipo) entendemos muy bien el lenguaje de gestos, de actitudes, de acciones y omisiones. Se podría decir que tenemos muchos “sensores” que inmediatamente nos hacen captar, por el tono de la voz o la mirada, que alguien se considere superior a nosotros o se quiera imponer.
Alguna vez me han preguntado si el peruano se deja engañar (por ejemplo, en las campañas electorales) y siempre mi respuesta ha sido: no. El peruano promedio sabe muy bien a quién tiene delante, no lo engañan, intuye inmediatamente; eso sí, otra cosa es que lo manifieste. Normalmente lo disimula muchísimo, especialmente si no se siente en confianza o piensa que va a ser contraproducente o perjudicial.
Precisamente, por eso, si el desprecio es algo muy dañino en toda relación humana, en el Perú es algo que tiene mayor impacto y consecuencias, ya que divide profundamente; por ello, es una forma de injusticia muy grave.
¿Por qué es una injusticia? Ser justos es dar a cada quien lo que le corresponde. ¿Y qué le corresponde a una persona? El reconocimiento de su dignidad, por el hecho de SER persona, no por el TENER tal color de piel, educación, familia, estatus social o económico. Valemos por lo que somos, no por lo que tenemos. Somos personas y tenemos raza, familia, educación, etc.
¿Por qué se juzga a una persona en aquello en que no tiene ninguna responsabilidad? Nadie ha elegido el color de su piel, ni a su familia, ni su lugar de origen… Cualquiera hubiera podido nacer en esas circunstancias, en un lugar escondido de la sierra del Perú, hablando tal idioma, en tal o cual familia…
Pero, la raíz de la injusticia es todavía más profunda, y es que en una cultura cristiana, cada quien es puesto en la existencia gracias a un querer divino que nos sobrepasa. ¿Por qué vamos a despreciar a quién el mismo Dios ha querido, quiere y seguirá queriendo? Es una presunción muy fuerte la de considerar que solo uno sabe quién vale y quién no. Es como negar el dictamen de Dios mismo que valora a cada quien hasta el punto de darle la existencia.
Además, las divisiones, separaciones, entre cholos y blancos, serranos y costeños, indios y europeos, que consideran que los primeros son superiores por ser más inteligentes, más cultos, más fuertes, etc., no se condicen con la realidad, son mentiras, que a veces se han usado con fines de legitimar un poder sobre los otros.
Todos los seres humanos son valiosos. No hay razas superiores que tengan que oprimir a otras, todos podemos colaborar en sacar adelante la sociedad, sin excepción de personas ni de grupos. Y, como toda injusticia divide y desmoraliza tremendamente a la sociedad, exige una reparación. Si se ha despreciado (en cualquier nivel) hay que reparar profundamente en el corazón de cada quien y también, explícitamente, hay que dar una reparación al(los) ofendido(s). Solo así la sociedad se cura y sale adelante.